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Secretos del tiempo y la astronomía en la civilización maya

(28/06/22 - Arqueología)-.Los movimientos del sol y los astros eran una parte esencial de la vida de los mayas, la observación del cielo era la base de su calendario, y determinaba el ritmo según el que sembraban, cosechaban y atacaban a sus vecinos para ofrecer sangrientos sacrificios humanos a los dioses.

Se cree que la pirámide de El Castillo de Chichén Itzá fue construida para representar el calendario maya, pues si se suman sus escalones con la plataforma el resultado es el número de días del año: 365.

Los sacerdotes y reyes de las ciudades mayas reunieron en sus bibliotecas centenares de libros escritos en corteza de árbol y pergamino donde se registraban las órbitas de los planetas y los ciclos de la luna y el sol anotados durante siglos, pero la llegada de los conquistadores supuso la destrucción de la mayoría de estos textos, considerados como tomos heréticos que debían ser quemados. La purga fue tal que solo cuatro de estos códices han llegado hasta nuestros días y se conservan actualmente bajo buen recaudo en Madrid, Dresde, París y Nueva York.

Gracias a ellos se ha podido reconstruir la compleja astronomía maya, una ciencia que logró determinar con exactitud la duración de la órbita de Venus alrededor del sol o predecir los eclipses que cubrían el rostro de su dios supremo.

Los mayas intentaron controlar el cielo

Sin duda las primeras tablas astronómicas prehispánicas aparecieron por la necesidad de predecir la llegada de la estación lluviosa a principios de mayo, momento en el que se debía plantar el primer maíz para que madurara durante el verano. Tras una primera recolección de las mazorcas entre julio y agosto, la cosecha se alargaba con un segundo sembrado y terminaba en noviembre con la recogida de todo el maíz antes de la llegada de la estación seca.



Dos nobles aztecas ofrecen sacrificio a los dioses para que estos cuiden de la cosecha de maíz (arriba). Códice Fejervary-Mayer.


Foto: Cordon Press

A partir de diciembre cesaban las lluvias y el estado podía dedicar su mano de obra a otras tareas como construcciones o guerras, al quedar esta libre de trabajos agrícolas mientras se dejaba descansar la tierra durante el invierno.


Con algunas semanas añadidas para limpiar y preparar los campos en marzo y abril (mediante el incendio de las plantas), este ciclo agrario de 260 días se convirtió hacia el año 1000 a.C. en la base del Tzolkin, un primer calendario maya, dividido en 13 Uinales de 20 Kin (días).

Para fijarlo en el tiempo se usó como referencia el sol y Venus: el primero tiene su cenit el 15 de abril, fecha en la que no produce ninguna sombra durante el mediodía por hallarse justo encima del Yucatán, mientras que los extremos norte y sur de la órbita del segundo marcaban el inicio y el fin de la siembra y recogida del maíz.

Otro indicador astronómico que emplearon los mayas era la constelación de las Pléyades, que aparecían a mediados de mayo junto con Venus para anunciar la llegada de las lluvias tras un mes empleado para preparar los campos y plantar los granos de maíz.

Sin embargo este sistema, aunque útil para los agricultores, era insuficiente para organizar el tiempo de un año solar de 365 días, por lo que cinco siglos después se adoptó un segundo calendario (llamado Tun) de 360 días agrupados en 18 meses, a los que se les añadían 5 más a final de año. Equinoccios y solsticios se convirtieron entonces en la base para calcular cuando empezaba el año, y en una referencia más para determinar el inicio de los procesos agrícolas.

Pero no solo la agricultura se benefició de las predicciones astrales de estos dos calendarios, sino que muchas otras actividades pasaron a regirse por el movimiento de los astros. Venus por ejemplo se asociaba con el dios guerrero Kukulkán, por lo que los sacerdotes pasaron a determinar los momentos más propicios para entrar en batalla según el planeta fuera más o menos visible en el cielo nocturno.

Con el añadido de un punto de partida para la historia maya en el 3114 a.C. el nuevo sistema se convirtió en la base del cálculo del tiempo, relegando al Tzolkin a un segundo plano como un calendario ritual con el que se hacían horóscopos, profecías y se determinaba la fecha de los festivales religiosos.

Por su carácter casi mágico la predicción de estos fenómenos astrales se convirtió en una herramienta mediante la que reyes y sacerdotes controlaban a la población, y en un modo de protección de las élites contra el malestar generado por los temidos eclipses solares, cuando todo el mundo detenía sus actividades y hacía ruido para ahuyentar a la luna de su fuente de vida.

Los reyes llegaron incluso a asociarse con los dioses incluyéndolos en su nombre, justificando así su poder mediante su descendencia divina y adorando a sus progenitores los días en los que estos brillaban con más intensidad en el cielo. Al mismo tiempo, y para reforzar este derecho divino, también se elaboraron horóscopos del monarca para que coincidían con los de algún héroe o semidiós del pasado, convirtiéndolo así en su reencarnación.

Culto astral

Pero la observación de los cielos era mucho más que una forma de calcular la llegada de las estaciones o cuando entrar en combate, pues los mayas consideraban que los planetas, la luna y el sol eran los mismos dioses que cruzaban el cielo, y debían ser adorados en consonancia con sus ciclos. De esta manera el sol fue asociado con Kinich Ahau, padre de los dioses y dios de la sequía; para contentarle eran habituales los sacrificios humanos durante equinoccios y solsticios, pues sin él los campos no crecerían y el mundo se vería sumido en unas tinieblas parecidas a las del infierno.

Siguiendo la misma línea la luna pasó a convertirse en su esposa Ixchel, una diosa asociada con la fertilidad, los cultivos y el agua que hacía de protectora de las mujeres durante su embarazo y de artes como los placeres y el tejido. Sus choques con el sol en forma de eclipses pasaron a incorporarse en la mitología como la eterna lucha entre lo masculino y femenino, pues aunque cada noche la Ixchel expulsaba al sol al inframundo, este se tomaba su venganza durante la luna nueva.

Entre los planetas Venus era sin duda el más importante ya que era la estrella más brillante y marcaba el inicio de la temporada de lluvias. Los mayas lo asociaron al belicoso Kukulkán, dios supremo de Chichén Itzá, donde aparece decorando pirámides y templos en forma de serpiente emplumada. En los códices se lo representa como una abeja o una avispa, aunque su aspecto va cambiando según se mueve por el cielo.

Al no ser tan visibles, Mercurio, Marte, Júpiter y Saturno tenían un papel más secundario en la cosmología maya, aunque seguían siendo dioses a los que se rendía culto. Pequeño y veloz, Mercurio fue asociado como en Grecia con el papel de mensajero, pues su paso rápido y breve por el cielo nocturno se interpretaba como viajes para poner en contacto a un dios con otro. Por otro lado Marte aparece representado como una bestia de larga nariz en los códices, aunque todavía nos falta información para determinar si se trataba de una divinidad benéfica a la que invocar o una malvada que debía ser aplacada.

Más relevante era Júpiter, adorado com el dios de la lluvia y las tormentas K’awiil. Este había sido uno de los tres creadores del mundo, al separar la tierra de las aguas mediante rayos y también había ofrecido el regalo de los granos de maíz al hombre partiendo la montaña en la que se almacenaban. Era pues una divinidad a la que tener muy en cuenta cuando se trabajaban los campos, pues de él dependían tanto las lluvias como la buena salud de los cultivos.

El último planeta divino era Saturno o Pawaaj Sahb’iin, un dios hurón casi desconocido que solo aparece en un puñado de inscripciones como una estela de Palenque o grabado en la pared de un observatorio solar en Cozumel. Al tener un brillo apagado y distante Urano y Neptuno nunca fueron considerados dioses por los mayas y fueron equiparados con el resto de estrellas del firmamento.

Aunque no se les veneraba de la misma manera que a los planetas, estas últimas también formaban parte de la astronomía maya, y se representaban agrupadas en constelaciones que formaban un verdadero zodíaco con forma de árboles, pájaros y muchos otros animales como una tortuga (Orión), la cola de una serpiente de cascabel (Pléyades) o una serpiente con cabeza esquelética (Escorpión).

Desde el torreón central de El Caracol no solo se podía comprobar cuando Venus había alcanzado el extremo de su movimento respecto a la tierra, sino que a través de sus ventanas entraba el sol durante equinoccios, solsticios y cenit solares.

Arquitectura Celestial

Para poder mantener un registro adecuado del movimiento de tantos astros y constelaciones los mayas construyeron numerosos observatorios e incorporaron la salida del sol, la luna y los planetas en el diseño de sus templos y ciudades.

Ya fueran edificios como el de El Caracol en Chichén Itzá o simples estelas, los observatorios indicaban el punto en el que aparecían los astros el firmamento, marcando así en el calendario fechas como equinoccios, solsticios, fases lunares o los extremos norte y sur de la salida de Venus.

El sol entra por el techo en el observatorio cenital de Xochicalco. Gracias a mediciones astrales como esta los mayas podían sembrar y cosechar en el momento óptimo del año.

Estos santuarios astronómicos también podían servir a la vez como marcadores cenitales, indicando el momento en el que el sol se hallaba en posición completamente vertical respeto al observatorio al inicio de la estación lluviosa. Se conservan todavía numerosos ejemplos de este tipo de santuario, como una cámara de la pirámide P de Monte Albán en la que el sol ilumina un medallón tallado en el suelo dos veces al año; del mismo modo se usaron formaciones naturales como la Gruta del Sol de Xochicalco o una cueva de Teotihuacán para cumplir con la misma función gracias a una abertura abierta en el techo.

Asimismo cuando construían un nuevo templo, los mayas siempre intentaban alinearlo de manera que sirviera de marcador de fechas astronómicamente relevantes. El ejemplo más famoso de ello se produce en Chichén Itzá durante equinoccio de primavera, cuando la sombra del lado de la pirámide del Castillo dibuja sobre la escalinata una silueta sinuosa que parece el cuerpo serpenteante del mismo Kukulkán.

Los observatorios solares se erigían en relación con su entorno, aprovechando estructuras como la Pirámide de los Mascarones (en la imagen) para conseguir más fechas de referencia con las que regular el calendario y los ciclos agrícolas.

Al mismo tiempo las estructuras de cada ciudad interactuaban entre ellas y con su entorno para marcar estos puntos de referencia temporal del calendario. Una muestra de esta convergencia la encontramos en Acanceh, donde el sol entra por las puertas del observatorio solar en el equinoccio para ponerse justo por detrás de la Pirámide de los Mascarones. Otro caso curioso es la estela del Nevado de Toluca, que además de hacer de indicador cenital usa las montañas por las que sale el sol como marcadores de solsticios y equinoccios.

Lejos de la simple brujería incinerada por la Santa Inquisición, la astronomía maya fue una ciencia precisa y sorprendentemente moderna que, sin ayuda de telescopios ni ordenadores, logró calcular la órbita de Venus o las fases de la luna con solo unos pocos minutos de error, y pudo predecir acontecimientos tan trascendentales como el inicio del año solar o la llegada de la temporada húmeda a Centroamérica.

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